LA PIEDRA
Medardo Fraile
Sabíamos que el bisabuelo había tenido una finca porque se hablaba de ella, así, sin más y, sobre todo, porque le dejó a su hijo, casi por toda herencia, una piedra irisada, con redondeces de hembra y una como veta metálica que más parecía roña que otra cosa. Luego pasó a mi madre como legado de su padre y, al morir ella, se quedó conmigo en la mesa del despacho como pisapapeles. No arriesgo nada si digo que piedras así y mucho mejores que ésa, son incontables en el mundo entero, pero a esa roca, que no pasaría de setecientos gramos, se le había encomendado una misión y la candidez de mi abuelo y el gran amor de mi madre por su abuelo y su padre, habían hecho que la cumpliera año tras año durante más de un siglo
Medardo Fraile
Sabíamos que el bisabuelo había tenido una finca porque se hablaba de ella, así, sin más y, sobre todo, porque le dejó a su hijo, casi por toda herencia, una piedra irisada, con redondeces de hembra y una como veta metálica que más parecía roña que otra cosa. Luego pasó a mi madre como legado de su padre y, al morir ella, se quedó conmigo en la mesa del despacho como pisapapeles. No arriesgo nada si digo que piedras así y mucho mejores que ésa, son incontables en el mundo entero, pero a esa roca, que no pasaría de setecientos gramos, se le había encomendado una misión y la candidez de mi abuelo y el gran amor de mi madre por su abuelo y su padre, habían hecho que la cumpliera año tras año durante más de un siglo
COSA DE NIÑOS
Jorge Eduardo Benavides
Venga por aquí, dice la señora Elvira arrastrando el reumatismo entre los muebles, abriéndose paso con súbita agilidad, descorriendo la funda que cubre la jaula del canario, venga por acá y tráigalo a Lino, dice arrimando los sofás aún dormidos bajo las fundas blancas. La enfermera descorre las cortinas y deja que el sol inunde la habitación con su amarillo tibio que invita a la modorra, a contemplar el mar, los edificios que esquinan el cielo miraflorino, esas nubes algodonosas que acabarán disipándose en breve, hacia el mediodía como mucho. A lo lejos se escuchan las sirenas frenéticas de unos patrulleros y luego todo vuelve a quedar en silencio, más disturbios, piensa oscuramente la enfermera.
LA MOSCA
Juan Carlos Méndez Guédez
El hombre se vistió para salir a la calle. Amanecía. A lo lejos se oía el rumor de un camión. Cansado de no acertar a colocarse bien los botones, el hombre encendió la bombilla. Su mujer lo miró con ojos espesos de sueño y se dio la vuelta para intentar dormirse.
Una mosca voló sobre el cuarto.
Ambos la miraron.
El hombre cogió una toalla y trató de espantar al insecto. La mosca continuaba frente a ellos: un punto oscuro, silbante. El hombre lanzó un nuevo golpe y logró acertarle.
Una mosca voló sobre el cuarto.
Ambos la miraron.
El hombre cogió una toalla y trató de espantar al insecto. La mosca continuaba frente a ellos: un punto oscuro, silbante. El hombre lanzó un nuevo golpe y logró acertarle.
UNA MAÑANA
Nicolás Melini
Llevaba unas semanas lesionado. Mis compañeros jugaban un partido y la gente les animaba, les jaleaba. Yo tenía catorce años y mis primeras molestias en el hombro. Estuve allí, en la grada, viendo el partido con mi padre hasta que me cansé y decidí irme. Me despedí de él, bajé los escalones mientras todos atendían al partido y salí, por el lateral del campo, al camino de tierra que descendía hacia la ciudad.
No había andado más de unos metros (ni siquiera había dejado atrás las instalaciones) cuando vi ante mí a una mujer, sola, caminando carretera abajo sobre unos zapatos de tela con tacón en cuña; cintas rojas anudadas alrededor de sus tobillos. Ella miraba hacia lo alto de las gradas y parecía despedirse de alguien. Recuerdo que seguí la dirección de su mirada y luego regresé a su culo para convenir que era hermoso, en el sentido de que era generoso en volumen y se movía bien. Además, su pelo largo y lacio parecía señalarlo, lo realzaba al alcanzar lo más estrecho de su cintura. Sin embargo, yo era mucho más joven que ella y no esperaba que acto seguido se volviese hacia mí.
No había andado más de unos metros (ni siquiera había dejado atrás las instalaciones) cuando vi ante mí a una mujer, sola, caminando carretera abajo sobre unos zapatos de tela con tacón en cuña; cintas rojas anudadas alrededor de sus tobillos. Ella miraba hacia lo alto de las gradas y parecía despedirse de alguien. Recuerdo que seguí la dirección de su mirada y luego regresé a su culo para convenir que era hermoso, en el sentido de que era generoso en volumen y se movía bien. Además, su pelo largo y lacio parecía señalarlo, lo realzaba al alcanzar lo más estrecho de su cintura. Sin embargo, yo era mucho más joven que ella y no esperaba que acto seguido se volviese hacia mí.
EL ÁNGEL DE LA TROMPETA
Juan Carlos Chirinos
Acaba de despertar. Ha pasado muy mala noche así que lo último que desea es levantarse. Pero una vez despierto le es muy difícil conciliar el sueño. Sin embargo, sigue tirado en su nube, acurrucado debajo de sus alas y dispuesto a hacerse el dormido si repican las campanas. Pero no van a sonar; es a él a quien toca ofrecer la función del día. El ángel de la trompeta se hace el dormido y ya son las diez de la mañana. Todo el mundo comienza a impacientarse pero temen ir a despertarlo; han sabido del mal humor con que los ángeles se despiertan, y no quieren probar la ira de éste.
EL PEZ PERRO
Ernesto Pérez Zúñiga
Te alejabas de una boda a media tarde: aquella carpa en medio del campo: te alejabas y de lejos se oía la música de baile, grosera, torpe, bajo la sensación –una especie de paraguas que abarcaba todo lo visible- de que los otros animales estaban molestos: pájaros, mamíferos.
Te alejabas hacia una iglesia románica, más allá de una arboleda, y te apoyaste en la piedra del claustro. Te convertiste en un animal distinto: un hombre antiguo.
Te alejabas hacia una iglesia románica, más allá de una arboleda, y te apoyaste en la piedra del claustro. Te convertiste en un animal distinto: un hombre antiguo.