Ernesto Pérez Zúñiga
La mayoría de los libros están en otra parte, pero en una estantería alta de mi dormitorio está la obra completa de Ramón María del Valle Inclán. A un lado, una gran ventana abierta al movimiento del cielo; al otro, las páginas que han viajado por mi conciencia y mis sueños. Lo descubrí en los tiempos del colegio de Granada, en un aula de adolescentes que apuntaban determinada vocación para la vida. Unos querían ser ingenieros; otros, abogados; otros, directamente ricos; yo deseaba ser el Valle-Inclán que escribió Luces de bohemia: la valentía original de su palabra, el ingenio y la profundidad de su mundo. Una década más tarde, vivía en un pequeño cuarto de Madrid que apenas admitía equipaje: pero me acompañaba la mayor parte de la obra de Valle en pequeñas ediciones. Las Memorias del marqués de Bradomín me habían regalado la belleza endemoniada de sus aventuras; Tirano Banderas, violencia en lenguaje diamantino, la extrañeza de un mundo de marionetas que sin embargo es capaz de oler a sangre. Y en esos libros fui descubriendo algo fundamental para mi escritura: que cada universo crea su propio lenguaje y que el narrador ha de reconocer esa voz interna y plasmarla luego en el papel o en la pantalla del ordenador. Se habla a menudo del estilo de los escritores; pero el estilo es hijo irrepetible de un universo preciso. Valle Inclán supo dar a los lectores ciclos diferentes en que determinada estética andaba fundida con una ética de narrar y un punto de vista para mirar la realidad. Más que esa evolución de la que hablan los manuales, era una atenta escucha a la fuente más auténtica de la escritura, un renacer del mundo interior y de la palabra que lo representa. Ese renacimiento de la intimidad, donde lo interno se vuelca en el cosmos, fue testamentado por Valle Inclán en La lámpara maravillosa. Recuerdo una mañana –alboroto de pasos y colores- en que rastreaba ejemplares de la Opera Omnia en las viejas y grandes estanterías de la calle Donceles, de Ciudad de México, donde Valle quiso tanta aventura bradominesca. Por aquel tiempo, hace casi ya otra vez una década, había comenzado a sorprenderme en el Ruedo ibérico la visión más audaz y moderna para narrar un mundo en conflicto que yo hubiera leído hasta entonces. A la autenticidad valiente y descubridora de Valle Inclán quise hacerle un homenaje cuando escribí Santo diablo. Luego, después de saludar su tumba en Santiago de Compostela, hablé con todos sus libros para que se vinieran a vivir a mi casa.
La mayoría de los libros están en otra parte, pero en una estantería alta de mi dormitorio está la obra completa de Ramón María del Valle Inclán. A un lado, una gran ventana abierta al movimiento del cielo; al otro, las páginas que han viajado por mi conciencia y mis sueños. Lo descubrí en los tiempos del colegio de Granada, en un aula de adolescentes que apuntaban determinada vocación para la vida. Unos querían ser ingenieros; otros, abogados; otros, directamente ricos; yo deseaba ser el Valle-Inclán que escribió Luces de bohemia: la valentía original de su palabra, el ingenio y la profundidad de su mundo. Una década más tarde, vivía en un pequeño cuarto de Madrid que apenas admitía equipaje: pero me acompañaba la mayor parte de la obra de Valle en pequeñas ediciones. Las Memorias del marqués de Bradomín me habían regalado la belleza endemoniada de sus aventuras; Tirano Banderas, violencia en lenguaje diamantino, la extrañeza de un mundo de marionetas que sin embargo es capaz de oler a sangre. Y en esos libros fui descubriendo algo fundamental para mi escritura: que cada universo crea su propio lenguaje y que el narrador ha de reconocer esa voz interna y plasmarla luego en el papel o en la pantalla del ordenador. Se habla a menudo del estilo de los escritores; pero el estilo es hijo irrepetible de un universo preciso. Valle Inclán supo dar a los lectores ciclos diferentes en que determinada estética andaba fundida con una ética de narrar y un punto de vista para mirar la realidad. Más que esa evolución de la que hablan los manuales, era una atenta escucha a la fuente más auténtica de la escritura, un renacer del mundo interior y de la palabra que lo representa. Ese renacimiento de la intimidad, donde lo interno se vuelca en el cosmos, fue testamentado por Valle Inclán en La lámpara maravillosa. Recuerdo una mañana –alboroto de pasos y colores- en que rastreaba ejemplares de la Opera Omnia en las viejas y grandes estanterías de la calle Donceles, de Ciudad de México, donde Valle quiso tanta aventura bradominesca. Por aquel tiempo, hace casi ya otra vez una década, había comenzado a sorprenderme en el Ruedo ibérico la visión más audaz y moderna para narrar un mundo en conflicto que yo hubiera leído hasta entonces. A la autenticidad valiente y descubridora de Valle Inclán quise hacerle un homenaje cuando escribí Santo diablo. Luego, después de saludar su tumba en Santiago de Compostela, hablé con todos sus libros para que se vinieran a vivir a mi casa.