EL (NUEVO) DESEMBARCO DE LA NARRATIVA VENEZOLANA EN ESPAÑA

Juan Carlos Chirinos


Artículo escrito en 2007 para la revista Nuestra América, de la Universidad Fernando Pessoa de Oporto, Portugal.



Desde 1968, cuando Adriano González León (Valera, 1930—Caracas, 2008) se diera a conocer con la extraordinaria y política País portátil, ganadora del prestigioso premio de novela Biblioteca Breve de la editorial Seix-Barral, la literatura venezolana entró en un relativo silencio para los lectores españoles, y solo las novelas de narradores de generaciones anteriores, como Arturo Úslar Pietri y Miguel Otero Silva ocuparon alguna atención en el mundo editorial de la península. De hecho, la obra Úslar fue reconocida en 1990 con el premio Príncipe de Asturias de las Letras, por haber creado «la novela histórica moderna en Hispanoamérica, cuya incesante y fructífera actividad literaria ha contribuido señeramente a vivificar nuestra lengua común, iluminar la imaginación del Nuevo Mundo y enriquecer la continuidad cultural de las Américas»[1].


Sin embargo, la presencia de los títulos venezolanos en el mercado hispánico continuó siendo escasa durante los primeros años de la década de los 90. La situación sobre el conocimiento de la literatura para el gran público de ese país no es semejante, desde luego, a lo que ha ocurrido en el ámbito académico internacional, pues desde hace años la literatura venezolana viene despertando el interés de los especialistas, prueba de lo cual son las varias cátedras, conferencias y estudios dedicados a ella que se mantienen en ciudades como Salamanca, Nueva York, Nápoles o Berlín. La intención de estas breves líneas es mostrar sucintamente cómo la narrativa venezolana ha ido ocupando cada vez más espacio en los gustos de críticos y lectores españoles.

La presencia de los libros venezolanos en las librerías españolas ha sido, hasta hace muy poco, más bien discreta. Desde hace unos años esa presencia ha ido aumentando considerablemente, con progresiva repercusión en los medios de comunicación. En 1998 el showman venezolano Boris Izaguirre (Caracas, 1965), figura muy popular de la televisión española, publica su interesante Azul petróleo (Espasa, 1998), que conoce varias ediciones, si bien prácticamente ninguna repercusión crítica, a pesar de que se trataba de una novela de claras intenciones literarias, más cercana a su primer trabajo narrativo publicado en Caracas (El vuelo de los avestruces, 1991) y alejada del glamour propio del medio televisivo. Precisamente Morir de glamour (Espasa, 1999) se llama el libro que sigue a su primer intento narrativo, ensayo que atiende más a las vicisitudes de la farándula que al mundo «literario». En 2002 lo vuelve a intentar con 1965 (Espasa, 2002), pero la celebridad televisiva que acompañó las varias ediciones de Azul petróleo no fue suficiente para despertar la atención de los lectores, si bien es cierto que esta novela (que cuenta las peripecias de los personajes en Madrid, Buenos Aires y Miami) recuerda ligeramente la estructura narrativa de Cuando quiero llorar no lloro, de Miguel Otero Silva y es, en cierto sentido, un ejercicio de intertextualidad con la obra de este autor venezolano.

Habría que esperar hasta 2006 para que una novela venezolana confirmara lo que se empezó a gestar desde finales de la década de 1990: con La enfermedad (Anagrama, 2006) Alberto Barrera Tyszka (Caracas, 1960) se hizo acreedor de la XXIV edición del premio Herralde de novela de la editorial Anagrama, galardón que se ha convertido en referente de calidad para la literatura escrita en español y que han obtenido autores como Enrique Vila-Matas (El mal de montano), Juan Villoro (El testigo), Roberto Bolaño (Los detectives salvajes) y Javier Marías (El hombre sentimental), si bien este último, «tras la ruptura con esta editorial, devolvió la estatuilla del premio y renunció al mismo»[2]. Barrea Tyszka ya había tenido alguna presencia en antologías como Líneas aéreas (Lengua de Trapo, 1999) y Pequeñas resistencias, 3 (Páginas de Espuma, 2004), pero cuando ganó el premio con esta novela sobre la penosa enfermedad que padece un hombre y que su hijo médico presencia y relata, su obra narrativa era prácticamente desconocida.

Pero antes de que Barrera Tyszka elevara el listón de la figuración de la literatura venezolana en España, otros narradores venezolanos habían ido imponiendo su presencia entre lectores y críticos: un autor que ha escrito y publicado casi toda su obra en la península (y Canarias) ha sido Juan Carlos Méndez Guédez (Barquisimeto, 1967), residente en Salamanca y Madrid desde 1996. Su primera novela apareció en Tenerife, Retrato de Abel con isla volcánica al fondo (Calle de la costa, 1998) publicada en Caracas un año antes; pero la novela que lo dio a conocer entre los críticos y los lectores fue El libro de Esther (Lengua de Trapo, 1999), a la que le han seguido Árbol de luna (Lengua de Trapo, 2000), los relatos de Tan nítido en el recuerdo (Lengua de trapo, 2001) y Una tarde con campanas (Alianza, 2004), finalista del V premio Fernando Quiñones de novela, de la que el narrador peruano Fernando Iwasaki ha dicho, «Una tarde con campanas es la primera novela hispanoamericana que narra la complicada integración de los inmigrantes latinoamericanos en España, aunque vuelvo a insistir en que su valor literario es infinitamente superior a su valor sociológico. Si en USA esta narrativa es mejor conocida como “literatura chicana” con Méndez Guédez comienza en España “la arrechadera literaria”».[3]

Su obra narrativa, que gira en torno a personajes inmigrantes, de alguna manera derrotados por sus propios destinos, no está exenta de una mirada tierna y desde la infancia, a veces para añorarla, a veces para describirla con todo lo luminoso y opaco que puede tener.

Dos autores consolidados entre lectores y estudiosos de Venezuela y América Latina, y cuya obra es ya referente principal para muchos en las generaciones que les suceden cronológicamente —nos referimos a José Balza (Tucupita, 1939) y Ednodio Quintero (Las Mesitas, 1947)—, han tardado en llegar a las estanterías españolas, y al juicio de los críticos de este país, por varias razones que tienen que ver con el desarrollo de la difusión de la literatura venezolana en el exterior y con los propios mecanismos de intercambio cultural entre ambos países; razones que no desgranaré aquí, pero cuya mención es necesaria para la mejor inteligencia del relativo «retraso» de la narrativa venezolana, en cuanto a divulgación, con respecto a las literaturas de países como México, Argentina o Colombia. Quizá una razón poderosa fueron los veinte años largos de aparente bonanza económica venezolana, gracias al constante aumento de los precios del petróleo a finales de la década de 1960 y hasta principios de la década de 1990 que sirvió de acicate para que la literatura venezolana no se viera necesitada de buscar lectores más allá de sus fronteras. Mientras autores de otros países latinoamericanos se vieron empujados a emigrar de sus lugares de origen (por razones políticas o económicas) los escritores venezolanos (valga decir, la población venezolana) no vieron necesario buscar espacios nuevos, pues su país —receptor por tradición de oleadas de inmigrantes españoles, portugueses, italianos, libaneses, colombianos, argentinos, chilenos, entre otros— siempre había sido un espacio seguro para desarrollar tanto la carrera profesional como la vida. A partir del segundo lustro de los 90, cuando los precios del petróleo bajaron a límites insospechados y el país (esclavizado en una insensata monoproducción) vio sus recursos mermados, los venezolanos (escritores incluidos) empezaron a considerar la emigración como una posibilidad oportuna. Y si a eso le sumamos la turbulencia política de todos estos años, marcada por los graves disturbios de 1989 en Caracas, y los dos intentos de golpe de Estado en 1992, más el ascenso al poder del teniente coronel ex golpista, cuyas ideas de un «socialismo del siglo xxi» le están cambiando la faz política y social al país —para disgusto de muchos y aprovechamiento de unos pocos— no es de extrañar que el aumento de la emigración venezolana haya alcanzado cotas nunca antes vistas. Sólo en España se calcula que hay al menos 150 mil venezolanos que han llegado en los últimos años[4].

Con este panorama, solo era cuestión de tiempo que las muy importantes propuestas narrativas de Balza y Quintero encontraran eco editorial aquí. José Balza antes ya había publicado en Barcelona la novela Percusión (Seix Barral, 1982), una de sus obras más importantes; y Quintero el año 2000 publicó Lección de Física (Celeste, 2000), que apareció simultáneamente en Santiago de Chile y Ciudad de México, ciudad donde tanto su obra como la de Balza son bien conocidas. Balza, en España, ha regresado con un libro de cuentos, de «ejercicios narrativos» como él los llama, Caligrafías (Páginas de Espuma, 2005), que fue recibido por la crítica con la alegría de recuperar a un autor que saben inexplicablemente obliterado en España. Quintero, por su parte, entregó a los lectores españoles su novela Mariana y los comanches (Candaya, 2004), también recibida con atento interés por parte de crítica y público.

Una autora de la generación de Balza y Quintero que ha emergido, tal vez tras el interés despertado por las obras de estos, es Victoria de Stefano (Viserba, 1940) cuya obra es muy apreciada en Venezuela. Las novelas de De Stefano son «piezas desgarradas por las memorias y construidas por y desde la melancolía»[5], y ese aspecto es uno de los que más interés ha despertado entre sus lectores. Su novela Lluvia (Candaya, 2006), publicada en 2002 en Caracas ha despertado el interés de novelistas y críticos españoles como Enrique Vila-Matas, J. A. Masoliver Ródenas y Arturo García Ramos.

Los dos últimos autores venezolanos en incorporarse a la lista de este (nuevo) desembarco literario en España son Israel Centeno (Caracas, 1958), cuya obra es ya bien conocida en Venezuela, y Doménico Chiappe (Lima, 1970), autor nacido en Perú pero cuya vida y formación prácticamente transcurrieron en Venezuela, y por lo tanto podemos considerarlo (como él mismo hace) un autor venezolano.[6]

Centeno, cuya obra narrativa abarca tanto el relato como la novela, ha publicado Iniciaciones (Periférica, 2006), una novelletta que ya había sido publicada en Venezuela en la década de los 90 acompañada por otros relatos y que aquí ha sido rescatada en solitario, dejando un muy buen sabor de boca entre lectores y crítica: «En una novela como la que comentamos, en la que la brevedad es un asunto que va parejo al tema que desarrolla, la tensión psicológica y la precisión en la escritura exigen sincronización, la ilusión de que una de sus instancias nunca queda subordinada a la otra. Difícil equilibrio que Centeno consigue plenamente».[7]

Chiappe, por su parte, es un autor «multimedia» que igual escribe relatos con los que gana premios (Párrafos sueltos, de 2003, premio de narrativa ramón J. Sénder de la Universidad Complutense) como crea una novela on-line, Tierra de extracción; ahora se presenta con la novela Entrevista a Mailer Daemon (La Fábrica, 2007), de la que ya la crítica a señalado que una de las «obsesiones [de Chiappe] es la precisión, no decir en veinte párrafos lo que se puede decir en dos».[8]

Este pequeño recuento de la suerte de los libros escritos por venezolanos en el panorama editorial español muestra que poco a poco el país suramericano ha empezado a «dejar salir» la imaginación de sus creadores a conquistar nuevos territorios, y muestra que tanto la oferta literaria como la demanda lectora empiezan a concordar. Sin ser una demostración estadística rigurosa (no lo quiere ni lo necesita ser), este despunte puede ser el inicio del nuevo desembarco de las letras venezolanas en tierras españolas, tal como una vez, a principios del siglo xx, lo hicieron Rómulo Gallegos con su Doña Bárbara y Andrés Eloy Blanco con su poesía. Ojalá que de una vez por todas este reino de Cervantes en el que todos vivimos entienda que sus fronteras (las fronteras de la lengua) nunca coinciden con las que se dibujan en los mapas.


Notas
[1] Acta del Jurado del premio Príncipe de Asturias de las Letras, 1990.
[2] Referencia citada en javiermarias.es.
[3] Renacimiento, Sevilla, diciembre de 2004 .
[4] Ver Cristina Mateo y Thaís Ledezma: «Los venezolanos como emigrantes. Estudio exploratorio en España», en Revista venezolana de análisis de coyuntura, Caracas, Universidad Central de Venezuela, julio/diciembre de 2006, vol. xii, número 002, pp. 245-267.
[5] Alicia Perdomo: La Lluvia de Victoria de Stefano.
[6] Por cierto que una de las características más curiosas —y sanas— de la literatura venezolana es que no discrimina lugares de nacimiento a la hora de hacer una lista de sus autores; tan solo se fija en que la obra y la vida del autor en cuestión haya sido realizada en el país. En la historia de la literatura venezolana debería haber un capítulo especial dedicado a estos venezolanos de adopción. Quizá este capítulo no existe —y quizá no llegue a existir jamás— justamente porque son considerados tan venezolanos como los nacidos allí.
[7] J. Ernesto Ayala-Dip, «La herida de la juventud», en ABCD las Artes y las Letras (suplemento cultural del diario ABC), Madrid, 18 de noviembre de 2006. En 2007 también apareció Hilo de cometa, en la misma editorial, con similar recepción crítica.
[8] José María Plaza, «Desde Rayuela a Internet», en Leer, Madrid, año xxiii, número 183, junio de 2007, pp. 34-35.