LOS ABRAZOS QUE NUNCA DIMOS

Juan Carlos Méndez Guédez

Imagen tomada del blog El monte análogo


En los años cuando me gustaba el boxeo, había un golpe que siempre me impresionaba. Ese puñetazo al hígado que parecía no surtir efecto, y que después de unos instantes desinflaba al rival y lo lanzaba sobre el ring. Existía algo seductor en ese efecto retardado, en esa memoria de un dolor que sólo sabía reconocerse como pretérito.
Hoy leyendo El libro del desasosiego, de Pessoa, descubro la forma en que maneja en ocasiones ese golpe. “He nacido en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes habían perdido la creencia en Dios, por la misma razón que sus mayores la habían tenido: sin saber por qué”.
Uno sigue de largo después de tropezar con esa frase, se levanta a beber un vaso de agua, mira un poco de televisión y de repente la frase regresa: hiriente, inexplicable, y ya sólo puede uno verse derribado en el suelo, sin saber el motivo, sin saber si Dios es algo más que una tibia palabra, que un olor a incienso en mitad de la infancia, que una medalla de oro en el cuello de aquella maestra de la "Experimental Venezuela", sin entender qué hace uno masticando esas cosas, qué hace uno pensando en ellas durante la tranquila tarde de un día sábado.

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No se trata de escribir novelas que afirmen o nieguen.
Tal vez se trate de fraguar novelas para la incertidumbre, es decir, novelas que pregunten, que cuestionen, que hurguen y hurguen sin encontrar.

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Un libro incompleto, interrumpido, como El Monte análogo, de René Daumal, quizás oculta una relación más nítida entre la ficción y lo real que esas piezas redondas, acabadas, desde las que pretendemos crear un sentido dialogante con nuestra propia perplejidad o con la cotidianidad que nos rodea.
Esa página devorada por una repentina blancura corresponde a una posibilidad vital que la literatura desconoce, pero que la existencia a cada rato nos revela: el gesto detenido, el gesto incompleto. Nacemos para existir en miles de acciones inconclusas; palabras cortadas, amenazas, deseos, proyectos anclados en su ausencia de cierre.
Daumal muere y no puede finalizar su novela, pero esa imposibilidad es la que permite que su texto se expanda de manera infinita. Los expedicionarios han descubierto el monte análogo y comienzan su ascenso, pero en medio de una anécdota secundaria, de una digresión, el relato se interrumpe para siempre. Desconocemos el destino de los personajes; ignoramos el conocimiento que hubiesen podido adquirir al alcanzar la cima de aquel monte. El hilo narrativo se corta y nos hunde en la ambigua certeza de que sólo el azar conduce nuestros pasos. Todo intento de trascendencia, de exploración y búsqueda, está condenado a regirse por una lógica que desconocemos y en la que el esquema de un inicio, seguido de un desarrollo y de una conclusión, es sólo una construcción artificiosa, un anhelo.
Las novelas inconclusas como la de Daumal (o algunas de las obras de Kafka) se parecen un poco más a cada uno de nosotros que los libros trenzados con perfección. Y en esa semejanza, en esa página repentinamente blanca que nos sorprende con su aparición, otra novela ocurre, estalla. Somos nosotros quienes deberemos suponer un final, o quienes seremos parte de ese vértigo, de esa nada apropiándose de la hoja como un golpe de nieve.
Porque siempre seremos como esas hojas interrumpidas en medio de una frase: abrazos que nunca dimos; tazas de café abandonadas en una barra; cigarros lanzados al suelo; cuerpos por los que jamás navegamos; una llamada de teléfono sin contestar.

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Hoy comencé a escribir una carta. Una carta en la que respondía un cuestionario que me enviaron desde una revista. Nada especial. Nada que merezca ser recordado. Pero cuando colocaba la fecha pulsé mal el tablero y frente a mí apareció un año irreal: 2402. Me quedé un instante contemplando aquel número. De inmediato sentí la nostalgia de saber que me será imposible escribir esa carta: Madrid, 2402; ese año me resulta inalcanzable. Nada mío, nada que yo conozca estará aquí en ese momento.
Ese dedo que ha pulsado mal una tecla de la computadora me ha permitido asomarme por breves segundos al tiempo que ya no será.
Me voy a la calle a dar una vuelta, a tomarme una caña, algo, cualquier cosa, para brindar por ese año tan distante, para olvidar ese año que no me espera.

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En esos días planos, monocordes y tristes, quisiera uno tener esa mirada de Gómez de la Serna para pensar el mundo igual que un conjunto de greguerías.
Cada objeto como una sorpresa, como un simple estupor, como una relación inaudita. Cadenas insólitas de sentido apropiándose de cada objeto, logrando que cada uno de ellos repercuta en los otros, como si una inaudible campana estuviese tintineando desde las tijeras hasta la mirada, desde las chispas del fuego hasta una corbata, desde un plátano hasta un pescado.
Lo real sería parte del ingenio y de lo ingenuo, de lo contundente y también de lo ínfimo, de lo inalcanzado. Igual que las greguerías: tono genial que a veces se rebaja a lo incomprensible, o que en ocasiones es un parpadeo inútil, vacuo. Pero que siempre contempla el mundo con ojos asombrados, con ojos lúcidos, irónicos, como si desde cada objeto, desde cada palabra, asomase la posibilidad de una euforia, de una celebración.

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En El diario de un enfermo, de Azorín, se percibe de inmediato una idea de transparencia, de vida fluyente. Prosa de vidrio, casi de aire. Pero lo que me sorprende en varias ocasiones son esos capítulos que se inician afirmando que “Nieva”.
El verbo debería dibujar el sonido flotante, el silencio de los copos blancos cayendo en la ciudad. Pero cuando se dice: “Nieva”, no logro atisbar esa serenidad de la nieve, porque esa i que nieva, parece una flecha que se dispara hacia el cielo. Una i ascendente, punzante. Una brillante astilla de vidrio que repica. Nieva en la novela de Azorín, pero yo no logro sentir ese paso lento de la nieve aclarando las calles. Esa palabra es filosa, casi solar. Veloz verticalidad. Sonido de disparo, más bien de botella que estalla bajo el peso del mediodía.
Neeva; Neeuuva; Neva; busco sin éxito la palabra que no encuentro en las páginas de Azorín. Los pies se me van helando. Desde la ventana la plaza estalla como un blanco estupor sobre el que neva, neeva, neuuva.