Nicolás Melini
Las palabras que siguen tienen su propia anécdota, pues debería haberlas leído en un congreso de narrativa que tuvo lugar en el Ateneo de La Laguna, en Tenerife, no sé si en 2002, en una mesa redonda en torno al tema de “la escatología” que debía compartir, entre otros, con Pablo Tusset. Pero llegué un poco justo a Barajas y la compañía aérea me informó de que me había dejado en tierra por overbooking. Quiso el destino que ese avión –que perdí o me escatimaron— sufriese algunos problemas técnicos en mitad del vuelo, debiendo soltar parte de su combustible para regresar a Barajas. La organización del congreso me animó a coger el siguiente vuelo. Y a ello me disponía cuando me enteré de que debería volar en el mismo avión que se había averiado unas horas antes –al parecer el overbooking había desertado y, ahora sí, había plazas libres—. De pronto me sobrevino un presentimiento malo de verdad. Por una vez (yo que no soy nada supersticioso) decidí hacer caso a temores irracionales y me negué. El texto hubo de leerlo, en mi lugar, el poeta tinerfeño Coriolano González Montañez. No sé si los demás ponentes lo comentaron al final o se limitaron a escuchar como quien atiende a un médium. Decía así:
Las palabras que siguen tienen su propia anécdota, pues debería haberlas leído en un congreso de narrativa que tuvo lugar en el Ateneo de La Laguna, en Tenerife, no sé si en 2002, en una mesa redonda en torno al tema de “la escatología” que debía compartir, entre otros, con Pablo Tusset. Pero llegué un poco justo a Barajas y la compañía aérea me informó de que me había dejado en tierra por overbooking. Quiso el destino que ese avión –que perdí o me escatimaron— sufriese algunos problemas técnicos en mitad del vuelo, debiendo soltar parte de su combustible para regresar a Barajas. La organización del congreso me animó a coger el siguiente vuelo. Y a ello me disponía cuando me enteré de que debería volar en el mismo avión que se había averiado unas horas antes –al parecer el overbooking había desertado y, ahora sí, había plazas libres—. De pronto me sobrevino un presentimiento malo de verdad. Por una vez (yo que no soy nada supersticioso) decidí hacer caso a temores irracionales y me negué. El texto hubo de leerlo, en mi lugar, el poeta tinerfeño Coriolano González Montañez. No sé si los demás ponentes lo comentaron al final o se limitaron a escuchar como quien atiende a un médium. Decía así:
Lo hace el escatológico hipocondríaco –dos palabras, por cierto, que se me antojan de una sonoridad escatológica: escatología, hipocondría—: imaginar el titilar nervioso de su propio esfínter. Escribí un poema, que ahora quiero calificar de escatológico, sobre la depresión: “Este cuerpo mío, sombra y dolor del pensamiento de la muerte”. He ahí la impertérrita presencia, inherente a la vida, del temor de ultratumba… No pensar el dolor (la muerte) es ejercicio vano cuando el dolor se piensa, o sea se imagina. La escatología que más me interesa es, por tanto, la imaginaria. No podía ser de otro modo tratándose de escatología, cine y literatura. Obviemos pues, por ahora, la evidencia del clásico caca culo pedo pis, y adentrémonos en los exabruptos de la ensoñación.
La ultratumba sólo puede ser terroríficamente soñada. Esa es nuestra única experiencia al respecto, el pensamiento de la propia muerte, o sea el augurio de nuestra más íntima putrefacción, en pesadillas como las del Lovecraft de Las ratas de las paredes, o el Allan Poe que duerme en una “caja oblonga” que, a la postre, resulta ser la litera de un navío. La escatología, pues, puede resultar una manifestación artística poderosa en cuanto que ostenta la capacidad de hacernos experimentar la muerte antes de morir; en vida –soñar nuestra ultratumba.
George Sluizer, un director de cine con el que he tenido el tortuoso placer de colaborar, realizó dos veces (la primera en su país, Holanda, y la segunda en Hollywood), una misma película: la inquietante historia de un estupendo padre de familia, científico respetado por sus alumnos, que decide fríamente secuestrar a una joven. No es un perturbado, simplemente quiere saber qué experimenta su víctima cuando la entierre… viva. Quiere imaginar lo que se siente y, para ello, su científica mente organiza un minucioso experimento que conlleva el secuestro y el asesinato: el científico (Jeff Bridges en la versión norteamericana) está ahí fuera, atento al interior de la tumba, cuando ella despierta de los efectos del éter y comprende dónde se encuentra; bajo tierra.
Como persona que se ha criado en el archipiélago canario, conozco perfectamente el sentimiento de curiosidad que anima al personaje de esta película: de niño cogíamos lagartos, los torturábamos, los mutilábamos, los asesinábamos… sólo porque queríamos imaginar lo que sentían. Es cruel, y terrorífico, ya lo sé, pero está en nosotros. ¿O tal vez debería decir porque está en nosotros? El propio George Sluizer, con indisimulado orgullo, me contaba una llamada nocturna que había recibido de Stanley Kubrick. El director de El resplandor le decía que The vanishing –la versión holandesa— era la película más terrorífica que había visto nunca. Sluizer había conseguido extraer a la escatología su máximo poder de sugestión.
Pero es cierto que existe un abismo cualitativo entre la escatología que hemos referido hasta ahora, o sea, la que tiene que ver con el mundo después del mundo, la vida después de la muerte, o ese temor a lo desconocido que nos obliga a indagar en ello a veces más allá de cualquier ética y de cualquier estética, y la escatología que se regodea en lo meramente excrementicio. Es la trascendencia de una escatología universal frente a la estulticia de una escatología banal. Un pedo inoportuno, un grano de pus que se estrella contra el espejo, o el chiste de “mamá, me orino; mamá, me oriné”, contra lo único que, tal vez debido a su “condición igualadora”, nos importa a todos sin excepción. Enfrentar en términos artísticos ambos tipos de escatología es, por tanto, como enfrentar un moco frito a la mismísima muerte. Pero cuando se combinan con debida sutileza…
Véase este párrafo del cuento de Lovecraft que hemos citado:
“Aquella noche me retiré temprano, porque tenía mucho sueño, y sin embargo fui atormentado por sueños de la especie más horrible. Me parecía estar contemplando, desde inmensa altura, una gruta sombría, tapizada por una profunda capa de basura; en aquella caverna, un demonio porquerizo, de largas barbas blancas, pastoreaba, ayudado por un garrote, un rebaño de bestias fofas, blandas, cuyo aspecto me llenó de una indecible repugnancia. Entonces, mientras el porquerizo hacía una pausa y luego reanudaba su tarea, llovió un enorme enjambre de ratas sobre aquel infierno hediondo, y devoró a las bestias y al ahombre”.
Se trata del íntimo temor a ser devorados en el otro mundo. Ratas en las paredes se nos antoja un modo sutil, pero elocuente, de describir ese inextricable universo de ultratumba, pues qué sino ratas puede habitar las paredes de la caverna en la que, irremisiblemente, quedaremos enterrados. Sin embargo, Lovecraft, además, impregna su relato de toda esa inmundicia suya: “Una gruta sombría tapizada por una profunda capa de basura”; “un demonio porquerizo”; “bestias fofas, blandas”, de tal modo que acierta a sugerir una escatología de distinta naturaleza; o sea la otra, ésta que provoca “una indecible repugnancia”. Así lo meramente excrementicio, en contacto con el tema de la muerte, cobra una inusitada trascendencia, tal y como sucede, por ejemplo, en la historia de ese doctor que fabrica un hombre con despojos (Frankenstein), o en la del conde que sublima nuestra sangre a la categoría de néctar de la vida eterna (Drácula) –dos relatos, aún, escatológicos por partida doble.
Pero además, debido a que escatología es excremento, pero también ese conjunto de creencias, titubeos, ensoñaciones, sobre un posible mundo ulterior, toda historia que nos sitúe en el más allá resulta corresponderse con nuestro más profundo interés por lo escatológico y, de este modo, cualquier historia de fantasmas es, y se corresponde, con la más pura exaltación de la escatología. Tan nítida resulta ésta en Otra vuelta de tuerca, de Henry James, que Alejandro Amenabar, consciente o inconscientemente, ha trastocado y convertido en Los otros, como en el relato del vengativo hombre sin cabeza de The legend of Sleepy Hollow, de Washington Irving, llevada al cine por Tim Burton. Un hombre sin cabeza es escatología no sólo por su carencia, sino porque llega del más allá, de un lugar –haciendo honor a la etimología— “último”. Y último es tal vez el término clave, inseparable de ambas acepciones. Último y extremo y, en su degeneración, radical. Último por ulterior, pero también por excesivo y pasado de vueltas.
Escatólogo ha de ser, pues, todo aquel que lleve muy lejos su imaginario, alcanzando ese extremo extremado, valga la redundancia, de lo que pretende transmitirnos. Así el pornógrafo, el gore, el escatológico hipocondríaco referido al principio… Pero también, quiero pensar, todo autor literario o cinematográfico que se afane con éxito en desvelar los sentimientos y emociones (ilusiones, frustraciones) de sus personajes. O sea todo autor literario o cinematográfico que tenga su pluma o su cámara por un bisturí con el que diseccionar, para revelarnos, lo más profundo de la naturaleza del ser humano.
Junto a la escatología de la fantasía, la escatología de la realidad. La escatología como un conjunto de creencias, titubeos y ensoñaciones, no sobre el mundo después de la muerte, sino sobre nosotros mismos y la vida. Ni más ni menos que como el Raymond Carver que dice:
“Me alejo por la acera. Unos niños se pasan un balón de fútbol al otro lado de la calle. Pero no son hijos míos. Ni hijos de ella. Hay hojas secas por todas partes, incluso en las cunetas. Mire donde mire, las veo a montones. No puedo avanzar sin que mis pies tropiecen con ellas. Deberían hacer algo al respecto. Deberían tomarse la molestia de coger un rastrillo y dejar esto como es debido”.
Del mismo modo que El Infierno es una muy seria escatología, así El Cielo y, acaso, los Ángeles. Pura escatología e imaginación.