UNA MAÑANA

Nicolás Melini

Imagen tomada de Les feuilles d'Olivier


Llevaba unas semanas lesionado. Mis compañeros jugaban un partido y la gente les animaba, les jaleaba. Yo tenía catorce años y mis primeras molestias en el hombro. Estuve allí, en la grada, viendo el partido con mi padre hasta que me cansé y decidí irme. Me despedí de él, bajé los escalones mientras todos atendían al partido y salí, por el lateral del campo, al camino de tierra que descendía hacia la ciudad.

No había andado más de unos metros (ni siquiera había dejado atrás las instalaciones) cuando vi ante mí a una mujer, sola, caminando carretera abajo sobre unos zapatos de tela con tacón en cuña; cintas rojas anudadas alrededor de sus tobillos. Ella miraba hacia lo alto de las gradas y parecía despedirse de alguien. Recuerdo que seguí la dirección de su mirada y luego regresé a su culo para convenir que era hermoso, en el sentido de que era generoso en volumen y se movía bien. Además, su pelo largo y lacio parecía señalarlo, lo realzaba al alcanzar lo más estrecho de su cintura. Sin embargo, yo era mucho más joven que ella y no esperaba que acto seguido se volviese hacia mí.

Me sonrió, me miró con unos ojos brillantes y me dijo que si yo también me iba, y que qué bien porque así no bajaba sola todo el camino. Me había pillado desprevenido. Yo me limité a contestarle y ella se puso a mi lado y seguimos caminando. La carretera de tierra descendía sinuosa por el medio del barranco y ella me preguntaba cosas. Debía de tener al menos cuarenta años, pero no vestía como una madre. Y estaba morena; lucía un áspero moreno de haber estado encima de uno de esos prismas de cemento que, por entonces, habían puesto en todas las playas de la isla. Yo también estaba moreno, pero el mío era de estar en el campo de fútbol.

Ella me preguntaba que cómo me llamaba y yo le decía mi nombre, qué edad tenía y yo le decía mi edad, luego me preguntaba que si tenía novia y yo le decía que sí; le mentía porque ya bastante acabado me sentía por no poder jugar.

Ella me miraba y sonreía y yo seguía muy serio. Ahora que lo pienso, me mostraba tímido, a la defensiva, pero también era una manera de hacerme el duro, el interesante, mientras ella me contaba que había venido al partido con un amigo y me decía que había pasado la noche con él. Me dio a entender que él se volvía loco por ella en la cama. Sin embargo, ahora no estaba allí, se había quedado en el campo, tenía algo que ver con el equipo visitante y ella no debía de ser su pareja. Al contrario, enseguida comprendí que no se consideraban nada el uno para el otro.

—Adónde vas —me preguntó de pronto.

Yo no me tambaleé. Desde muy joven ya era capaz de mostrarme muy tranquilo incluso en los momentos en que no lo estaba.

No recuerdo qué respuesta le di, pero, cuando ya recorríamos las calles desiertas, ella me volvió a preguntar. No tenía nada que hacer, me dijo entonces, y si yo quería me podía acompañar adonde fuera. Así que en vez de coger hacia mi casa le dije que me dirigía a otro campo de fútbol, en el que se estaba celebrando otro encuentro. Como no puse la menor objeción, ella sonrió y siguió caminando junto a mí. Lo hacía como si se ofreciese y yo tenía catorce años; nunca había estado con una mujer: me había besado con alguna chica de mi edad; habíamos llegado incluso un poco más lejos; pero con ella no podía ser lo mismo, a tenor de sus comentarios acerca de su amigo el de la noche pasada.

Mientras seguimos caminando el uno junto al otro, ella continuaba hablando de su amigo y de otros tantos. Se mostraba muy orgullosa de lo mucho que hacía disfrutar a los hombres, y yo la escuchaba pero no la escuchaba, calculando como estaba todos mis actos y, sobre todo, consciente de que tenía miedo pero no quería estropearlo. Quería, de algún modo, no hacer nada que fuese un impedimento para que lo que pudiera suceder, sucediese.

Habíamos cogido —no sé hasta qué punto era consciente— el camino de un viejo túnel abandonado, cerrado al paso de los coches desde hacía mucho tiempo. Para llegar adonde había propuesto dirigirnos, lo mejor era atravesarlo. Conocía exactamente sus dimensiones y por eso no dejaba de premeditar todo lo que haría o dejaría de hacer y en qué momento: si le pondría la mano en la cintura o le acariciaría el pelo o la miraría en mitad del camino hasta que ella se diese cuenta. Supongo que le daba vueltas a todo ello una y otra vez, aunque no creo que me atreviese a vislumbrar hasta dónde deseaba llegar.

Caminábamos sobre la gravilla, dejando atrás la ciudad, y los coches nos rebasaban en una y otra dirección. Fue entonces cuando me di cuenta de la extraña pareja que hacíamos, pues comencé a percibir la mirada fugaz de algunos conductores. Nosotros caminábamos, el uno junto al otro, sin tocarnos, hablando sólo a veces y lanzándonos miradas breves. Supongo que era obvio lo que estaba pasando y despertábamos una insana curiosidad en los ocupantes de los coches. Pero no me importó. Qué podía pasar si me reconocían.

Llegamos cerca del túnel nuevo y poco a poco nos fuimos apartando de la carretera, por un terraplén. La tierra del suelo estaba salpicada de manchas de grasa y restos de redes de pesca: bujías de motor, arandelas de goma, tornillos… Y nosotros llegamos tranquilamente —yo con la respiración cortada— a la pared de bloques de cemento que clausuraba la entrada del túnel. Sabía que encontraríamos un gran boquete en uno de sus extremos. Ella caminaba vacilante, interrogándose acerca de cómo pasaríamos, le indiqué y entró delante de mí, sonriente, alzando sus zapatos de tela (sus tobillos anudados), por encima de los bloques de cemento partidos en el suelo.

Adentro no había luz, pero las numerosas bocas abiertas a lo largo de una de las paredes la dejaban entrar desde fuera. La calzada del túnel había desaparecido bajo innumerables montones de escombros de diversa procedencia, y nosotros comenzamos a caminar entre ellos, rodeándolos. Allí donde no había escombros o basura, el suelo aparecía liso y cubierto por una densa película polvorienta, que hacía sonar nuestros pasos. Se oían en todo el túnel; el raspar de las suelas de nuestros zapatos viajando por la bóveda en roca viva. Además, comenzamos a hablar bajito entre nosotros. Eso las pocas palabras que nos dirigimos mientras recorríamos el túnel.

Mirábamos hacia fuera, ¡el mar!, cada vez que pasábamos ante una de las bocas laterales. El azul, brillante por el sol, se extendía desde allí debajo, a unos metros de las bocas laterales, y a lo lejos podía verse la punta del espigón del muelle; algún barco de mercancías atracado.

Ella miraba con curiosidad en todas las direcciones. En una ocasión se acercó hasta el borde de una de las bocas y miró hacia allí abajo. Yo la esperé en el centro del túnel. Ya sabía lo que vería desde allí: las rocas, una pequeña playa de arena negra al abrigo de los mirones, probablemente desierta... Cuando regresó me sonrió con picardía (supuse lo que estaba pensando) y comentó lo mucho que le gustaba aquel lugar, y que si podíamos bajar y darnos un baño; ella no tenía bañador, pero no le importaba. Yo le dije que quería llegar al segundo tiempo del partido. Tal vez luego, a la vuelta, le dije, cuando regresemos. Ella aceptó, sonrió poniéndose a mi lado, y seguimos caminando.

Me reconcomía por dentro. Tenía que haber aceptado. Tenía que haberlo hecho y ahora tendría que esperar a la vuelta. ¿Y si pasaba algo y ella perdía el interés? Me armé de valor y, sin dejar de andar, la cogí de la mano. Ella me la apretó sin decir nada. ¡Tenía cuarenta años y se comportaba como una niña! Seguimos andando de la mano, escuchando nuestros pasos en todo el túnel, hasta que percibimos que, además de los nuestros, había otros pasos allí detrás. Volví la cabeza brevemente y vi que alguien, aún lejos, venía caminando deprisa por el túnel.

Le conocía. Era el hijo de un entrenador, Mauricio, un chico alto, de unos veinte años. Él también me conocía, ¡y me había visto de la mano de aquella mujer! Por un momento sentí el impulso de soltársela, pero me pareció una niñería y no lo hice.
Cuando nos alcanzó, sólo masculló un simple “Hola”, sin mirarnos apenas, con una sonrisa indisimulada en sus ojos, y nos rebasó. Justo habíamos alcanzado el extremo del túnel. Encontró el trozo de pared destruido y lo atravesó delante de nosotros.

Al entrar en el campo de fútbol se volvieron hacia nosotros los quince o veinte aficionados que, en pequeños grupos desperdigados en distintos escalones, ocupaban el pequeño graderío tras la portería visitante. Supongo que les llamó la atención verme con aquella mujer de pelo lacio por la cintura, pantalón sexi, tobillos anudados. Entre aquellas personas se encontraba Mercedes, mi amor platónico. Tenía once años pero estaba buenísima. Enseguida comprendí que su hermano jugaba en el equipo local, por eso estaba allí. Me miró sorprendida. También a mi acompañante le dio un breve repaso, y luego, no supe si con un mohín de despecho, regresó al partido y animó a los suyos. Yo sonreí ufano y volví la cabeza para observar a mi pareja. La senté a mi lado, muy cerca de la puerta de entrada, y miré el partido.

—Quieres quedarte mucho rato —preguntó ella preocupada.

Creo que se sentía observada, pero lo que realmente le preocupaba era que desperdiciáramos el tiempo.

Le dije:

—No, sólo un momento.

Resultaba muy dura la presión que ejercía sin decir nada, impaciente. Al cabo de un rato muy breve, dije:

—¿Vamos?

Y ella se puso en pie, dispuesta de nuevo.

Todos volvieron a mirarnos salir por la puerta del campo de fútbol, y me pareció que Mercedes hacía un nuevo mohín de disgusto, que aproveché para dar paso a mi acompañante, por delante de mí, con un leve empujón en su cintura.

Cruzamos deprisa la carretera, alcanzamos el túnel viejo, entramos y enseguida ella me cogió de la mano y me llevó hacia una de las bocas laterales.

—Por ahí no, ven —le indiqué, y ella me siguió un par de bocas más allá.

En aquella había un precario camino polvoriento (las simples pisadas de la gente sobre una montaña de escombros vertida a través de la boca) que descendía hasta una porción de arena negra, oculta del resto de la playa por una gran roca. El mar la alcanzaba, así que sólo se podía acceder a aquel lugar desde el túnel.

Fue descender y me apoyé en la roca y ella vino sobre mí, me asió y besó contra la superficie de piedra. Me sentí tan rígido que, tal vez por eso, ella se apartó para mirarme, con una mezcla de descaro y temor al rechazo. Preguntó que si estaba bien y apenas asentí cuando exclamó que estaba muy contenta y dijo lo mucho que le gustaba follar. Lo dijo así, sin ambages.

—No te importa que me lave, ¿verdad? —señaló el mar y dirigiéndose hacia allí, dijo—: vengo enseguida.

Apoyado en la roca, sin moverme, observé cómo se quitaba los zapatos, el pantalón, y entraba en el mar. A cada paso que daba se volvía y me sonreía. Se bajó las bragas hasta las rodillas, se agachó, vuelta hacia mí, cogió agua con una mano y se lavó. Le brillaban los labios, el clítoris… Respiré hondo para sobrellevar el sobrecogimiento que me produjo ver su sexo de aquella manera.

Ella reía.